a lAs pUErtAs dE lA pOStmOdERnIdAd

En donde se podrán conocer asuntos tan interesantes como la verdadera historia de la muerte de Fabricio Ojeda, los mil y un trabajos de Raimundo Kahn y muchos otros chismes y cuentos que el narrador tenga a bien publicar.

sábado, 13 de junio de 2009

tiLaPia dE pOTRerO

Eso mismo, bróder, tilapia de potrero, me dijo Fabricio Ojeda y me clavó la mirada, como esperando mi aprobación, pero yo en mi mareadera no entendía ni papa. Entonces Fabricio volvió a la carga, te digo que carne de treinta, asere, pero yo tan perdido como antes.
Bien se notaba que la temporada en el hospital, pródiga en todo tipo de pastillas, más el tratamiento que debía seguir en casa, me habían sacado de circulación por completo. Estaba lento, no lograba asociar la jerigonza de mi socio con el hecho en sí, hasta que Fabricio me haló por el brazo y me llevó a un rincón, y allí mismo, con más misterio que si fuera a poner una bomba en la puerta de las oficinas de la Gestapo, abrió un poquito el mochión y me dejó ver el contenido. Mata aquí asere, me dijo, y casi me hace meter la cabeza por la boca de la mochila para que pudiera ver. Era cierto, allí estaba, jugosa, calentica y aun chorreando sangre, la carne prohibida.
De repente desperté. El efecto de las pastillas se me pasó al instante, a la vista del ansiado manjar.
Si los médicos supieran, se me ocurrió decir, tremenda mierda son estas pastillas.
¿Qué tú dices, asere?, me dijo Fabricio. ¿Por fin te la llevas o no te la llevas?
To be or not to be, como decía el viejo Shaques, esa era la cuestión. Al llevarla incurría en uno de esos extraños delitos con nombre rimbombante pero que acarreaban una pila de años a la sombra. "Transportación de sus carnes", "receptación de sus carnes", y hasta "ingestión de sus carnes". Claro, de las carnes de la res hurtada y sacrificada previamente.
Pero a esa hora nadie piensa en eso. Cuando uno va por el barrio y Fabricio Ojeda lo llama, y lo lleva a un rincón, y le muestra con todo el misterio del mundo el contenido de su mochila (que no es precisamente el arma con la cual se eliminará al jefe de la guardia nazi); uno dice que sí, que vamos pa mi casa ahora mismo a buscar el baro, y esa noche jama como los dioses, o como los ministros y jefes de estado, que son su encarnación en la tierra, y es feliz.

sábado, 9 de mayo de 2009

pARadA dE gUagUa

La cola de la guagua puede resultar más desesperante que la guagua en sí. O quién sabe. Estar en la guagua provoca un sentimiento de opresión, de no poder moverse a ningún lado; y un deseo de salir corriendo de pronto, de lanzarse a la calle aunque la guagua esté en plena marcha. Ocurre, sobre todo, cuando te haces conciente de que estás en medio del pasillo, rodeado por todos lados de gente, y la gente se mueve, y habla y grita, y están todos como si nada ocurriera, y tú, pobre infeliz, te preguntas cómo pueden estar todos tan tranquilos y tú no, o más bien, cómo tú puedes estar tan intranquilo mientras que los demás no.
Alguien me ha comentado que mi aversión a las guaguas es un problema de la psiquis. Tienes que ir al médico, o más bien al loquero, me ha dicho. Y yo le he tenido que contestar que no hay remedio, que del loquero acabo de salir, y que no pienso estar otra temporada más allí, en aquel hospital sucio y destruido y para colmo, rodeado de locos de verdad.
Subirme en la guagua a esta hora del día es un sacrificio descomunal. Nadie puede saber lo que me cuesta. Cuando abre su puerta todos se lanzan hacia allá, y yo, al contrario, retrocedo. No deseo que la guagua me engulla, no quiero caer en su mecanismo feroz, en su lenta digestión de pasajeros que van y vienen por los pasillos, que se sientan y se levantan, de señoras viejas y gordas que te repellan y te dejan la marca de sus senos colgando, de su abundancia grasas; de tipos que también te repellan y te plantan el sobaco junto al rostro y te dejan su aliento a ron acabado de beber.
La guagua sigue allí, con su boca abierta, convidándome a entrar. El chofer me mira, me interroga con la vista, acaba de subir, negro, parece decirme. Pienso que aun no me puedo dar el lujo de gastarme diez pesos en un taxi para la ida y diez más para la vuelta. Entonces me decido. Pero ya el chofer ha cerrado la puerta, la guagua arranca lentamente y se aleja de la parada. En otra ocasión será, pienso. Esta vez iré a pie.

miércoles, 29 de octubre de 2008

rEgaTEo

Mire mi viejo, le dije en el tono más apacible que pude, a mi me hace falta conseguir una caldera. Usted sabe que hoy en día la cosa está muy mala, y uno tiene que inventar con cualquier tareco viejo que se encuentre, porque cualquier cosa que uno recoge por ahí después le sirve para armar algo en la casa, ¿usted me entiende? Entonces a mi me hace falta una caldera, ya le dije, y ahora que pasaba por aquí me di cuenta de que hay una tirada allá atrás al costado del patio. Si usted me dejara entrar yo me la llevo en un momentico. Nadie se tiene que dar cuenta, porque eso está abandonado. No le estamos haciendo daño a nadie, yo me la llevo y usted hasta se gana unos pesitos.
Solté aquel discurso tal y como lo había ensayado frente al espejo durante toda la semana. Con lo viejo que estoy, pensé, lo que parecía era un chama de secundaria ensayando para enamorar a una jevita. Menos mal que había escogido las horas en que no había nadie en casa, ni nadie llamaba a la puerta; así no había peligro de que alguien me hubiese visto en ese pase. Y para colmo, enamorando a un viejo, puaf.
Vamos a ver, dijo el viejo. Supongamos que te dejo entrar, y tu te llevas el traste ese, y más nada. ¿Qué me gano yo con eso?
Ya le dije, mi viejo, le voy a dar unos pesitos y usted con eso resuelve la comida de mañana.
El viejo me volvió a mirar medio atravesado. Quizá se estuviera muriendo de hambre, pero no le gustaba que los demás se dieran por enterados, ni que se lo recordaran.
Mire, mire, me apuré a decirle al tiempo que metía la mano en el bolsillo para sacar un estrujado billete de veinte pesos. Lamenté en ese momento haber gastado el resto del dinero que traía en comprar el picadillo extraño que pasaron vendiendo frente a la casa, pero a esta hora no se podía hacer más nada.
¿Eso nada más?, dijo el viejo. ¿Por veinte pesos tú me quieres embarcar a mi, que estoy muy viejo para que venga cualquiera a meterme un cuento? Tú lo que eres un hijoeputa que me quiere joder.
Mi viejo, tranquilícese. Mire que yo no quiero lío, yo nada más necesito la caldera vieja para un invento que quiero hacer en mi casa. Fíjese, que yo soy inventor, pero ¿de dónde voy a sacar yo una caldera como esa?
Inventor tu madre, me gritó el viejo. Tú eres tremendo hijoeputa y ladrón que quiere robar en la fábrica. Y aquí no van a robar mientras esté yo de guardia.
Mientras decía esto, el viejo metió la mano tras el marco de la puerta y sacó un machete.
Lárgate o te rajo en dos, me gritó y alzó el machete sobre su cabeza. Pensé que pese a lo flaco y maltratado que estaba, el viejo muy bien podía cumplir su amenaza, y di un paso hacia atrás.

lA oREjA pELudA 1

Por supuesto, siempre nos cae mal que nos dejen en el suspense, en el qué pasará. Aunque no tan mal, teniendo en cuenta que las telenovelas y seriales de televisión viven de eso, y todo el mundo las sigue.
Por sí o por no, aclaro que en algún momento deberé continuar con las historias que he empezado, pero deben tener paciencia: El narrador es un tipo muy ocupado, y no siempre tiene el tiempo que quisiera para escribir.

lunes, 20 de octubre de 2008

tOdO pOr uNa cALdERa

La próxima tarea en la lista era hacerme de la caldera. Era una caldera vieja y abandonada a un costado del patio de la fábrica. Lo único que tenía que hacer era ir de noche y convencer al custudio para que me dejara cargar con ella. De día era más difícil, había mucha gente y yo no conocía a nadie que pudiera sacar la cara por mí si en el momento en que iba saliendo con ella en hombros, alguien se ponía a preguntar quién era yo y qué hacía en aquel lugar.
Por eso pensé que era más fácil recurrir a la buena voluntad del custodio. Al fin y al cabo la caldera la habían dejado tirada en el patio y se pudría por el óxido, la lluvia y las enredaderas que casi la cubrían, así que nadie en la fábrica la echaría de menos y era muy probable que demoraran días en darse cuenta que había desaparecido.
¿Cómo está, mi viejo?, le dije para entrar en confianza, al tiempo que sacaba la caja de cigarros del bolsillo. El custodio era un viejo flaco, casi esquelético, que dormitaba en una silla junto a la garita. ¿Tiene un fósforo que me regale?
El viejo me miró con mala cara. Posiblemente lo había despertado. Quizá lo mejor hubiese sido no decirle nada, esperar a que se durmiera, brincar la cerca y cargar con la caldera. Aunque no hubiera sido fácil salir con ella y sacarla por la cerca así como así. Esos viejos siempre se duermen, pero también andan con algún perro que al mínimo ruido empieza a ladrar y malea cualquier plan. Y yo, que nunca he sido ladrón y tengo mala suerte, no quiero terminar poniendo el comemierda por una caldera podrida.
El viejo me dijo que no tenía cigarros, ni tampoco fosforera, y para colmo hacía tiempo que no fumaba, porque alguien le había metido miedo con el cáncer de pulmón. Y también dejé de beber, me explicó, desde que se me inflamó el hígado hace como cinco o seis años. 
Tampoco parecía que comiera demasiado, y si tenía mujer debía estar más vieja y demacrada que él. Pensé que de morir en ese mismo momento, su lista de pecados no debía ser muy amplia, y si los tenía debían ser tan antiguos que de seguro Dios o quien estuviese a cargo se los perdonaría.
Aunque todavía faltaba por ver, me dije, qué tal le iba con el pecado de la avaricia.

martes, 7 de octubre de 2008

dIsqUisICIoNeS dE uN pSicóPaTa

Y bien, ¿qué puede decir alguien que está recluido en el pabellón de los locos? Las enfermeras se las arreglan para darte todos los días la dosis de somníferos, te vigilan para que no hagas trampas, tómate toda el agüita y abre la boca para ver si te tragaste todas las pastillas. Ni que uno fuera un niño chiquito. Después de eso, el resto es silencio.
Los días pasan uno tras otro como si la vida consistiera en eso solamente: dormir a pierna suelta, hablar con los locos, y más tarde tomar las pastillas que te harán volver a dormir, y comenzar el ciclo nuevamente.
¿Que quién mató a Fabricio Ojeda? Eso ya no le importa a nadie. Fabricio Ojeda descansa tres metros bajo tierra hace mucho tiempo. También hubo un juicio, y del juicio salió un culpable y, una vez cumplidas tales formalidades, todos se olvidaron del asunto. Fabricio Ojeda no tenía familia, no tenía a nadie que lo echara de menos, ni que saliera a buscar la verdad acerca de los hechos que lo llevaron a la muerte. Solo estoy yo, que era su amigo, aunque el propio Fabricio quizá no lo supiera. Solo a mi me interesa saber lo que ocurrió, investigar los puntos oscuros que aun quedan en torno a su muerte, y hacer que los demás conozcan la verdad. Pero ¿cómo hacerlo? ¿Cómo escapar de este hospital de los mil demonios, rodeado de locos, donde se las arreglan para mantenerme drogado todo el tiempo?

¿y qUiéN eRa fABriCio oJEdA?

A estas alturas ya habrá algún curioso que desee saber quién era Fabricio Ojeda, a qué se dedicaba, cómo vivía.
Porque en las historias que la gente suele contar, por lo general hay un héroe o un protagonista. Una historia sin protagonista carece por completo de sentido. ¿De quién hablaríamos, en la vida de quién meteríamos nuestras narices con ánimo de fisgones, si no tuviéramos un protagonista?
Cuando lo conocí, Fabricio Ojeda ya había pasado por diversos oficios, entre los que recuerdo el de matador de vacas, hacedor de colchones, y cobrador de camionetas. Claro, cualquiera pensaría que no hay nada de particular en ellos, y que hasta pueden resultar ocupaciones honrosas. Eso, si no tuviera en cuenta que matar vacas era actividad clandestina, perseguida y penada con las más altas condenas que alguien pueda imaginar; que hacer colchones consistía, esencialmente, en rellenar los colchones viejos con paja, a la vieja usanza, para revenderlos más tarde como si fueran nuevos a los más altos precios; y que ser cobrador de camionetas, aunque era oficio legal, requería de un alto grado de mala fe, cierto afán de torturador y vocación de acarreador de ganado, lo cual nos lleva, como serpiente que se muerde la cola, al primer oficio. Vale decir que, además de las vacas, se dedicó durante cierto tiempo a matar puercos, lo cual también era oficio legal, y que justificaba de cierta forma el verlo de vez en cuando con la ropa embarrada en sangre, con el cuchillón colgando de un costado. A esas alturas uno nunca sabía si regresaba del matadero legal o del clandestino, aunque siempre podía encargarle alguna que otra libra de la carne prohibida, a sabiendas de que al día siguiente estaría el paquete sobre tu mesa, calentico y todavía chorreando sangre.

domingo, 5 de octubre de 2008

a mOdO dE inTRodUcCIóN

Escribir es el único acto de libertad que me queda. Sentarme en la compu, abrir el procesador de texto, y escribir. Escribirlo todo, contar la historia de principio a fin. O más bien, contar esos pedazos inconexos que, tras unirlos de forma conveniente, y después imaginar ciertas zonas que han quedado vacías, conforman la historia.
Por eso es un acto de libertad. La historia es una sola, sucedió de una manera única, pero yo sólo la puedo contar tal y como me pareció, como la vi, como la supe; y por qué no, como la imaginé. ¿Alguien todavía cree que la guerra de Troya duró diez años? ¿Y que la bella Helena, pasados los hipotéticos diez años, todavía mantenía el frescor y la lozanía que tuviera cuando fue raptada por Paris? ¿Alguien se ha puesto a pensar en eso? ¿Y en que esa, como otras tantas cosas que tenemos por verdades absolutas, podrían no serlo? La historia no es más que eso, un cuento mejor o peor contado por alguien, una versión de lo que realmente ocurrió. Un invento.
Yo quiero contar la verdadera historia de la muerte de Fabricio Ojeda. No como se comenta por la calle. No como apareció contada en el juicio, al que no tuve más remedio que asistir, y que ha sido una de las experiencias más tristes que haya tenido. Revivir los últimos momentos de Fabricio, escuchar los testimonios adulterados en boca de muchos de los testigos, percibir que todo aquello no era más que una farsa bien montada por los jueces, los policías, y hasta por los mismos vecinos, sin poder hacer nada por desenmascararlos, fue algo que me condujo, con el paso de los días, por el camino de la depresión. Ahora quiero contar lo que sé, aunque nadie me crea; aunque nadie desee desempolvar el pasado, y muchos hagan el intento de silenciar mis palabras.

iNauGUrACióN

Esta entrada no es más que una prueba. Yo no me la tomo en serio; por tanto usted tampoco lo haga.