Eso mismo, bróder, tilapia de potrero, me dijo Fabricio Ojeda y me clavó la mirada, como esperando mi aprobación, pero yo en mi mareadera no entendía ni papa. Entonces Fabricio volvió a la carga, te digo que carne de treinta, asere, pero yo tan perdido como antes.
Bien se notaba que la temporada en el hospital, pródiga en todo tipo de pastillas, más el tratamiento que debía seguir en casa, me habían sacado de circulación por completo. Estaba lento, no lograba asociar la jerigonza de mi socio con el hecho en sí, hasta que Fabricio me haló por el brazo y me llevó a un rincón, y allí mismo, con más misterio que si fuera a poner una bomba en la puerta de las oficinas de la Gestapo, abrió un poquito el mochión y me dejó ver el contenido. Mata aquí asere, me dijo, y casi me hace meter la cabeza por la boca de la mochila para que pudiera ver. Era cierto, allí estaba, jugosa, calentica y aun chorreando sangre, la carne prohibida.
De repente desperté. El efecto de las pastillas se me pasó al instante, a la vista del ansiado manjar.
Si los médicos supieran, se me ocurrió decir, tremenda mierda son estas pastillas.
¿Qué tú dices, asere?, me dijo Fabricio. ¿Por fin te la llevas o no te la llevas?
To be or not to be, como decía el viejo Shaques, esa era la cuestión. Al llevarla incurría en uno de esos extraños delitos con nombre rimbombante pero que acarreaban una pila de años a la sombra. "Transportación de sus carnes", "receptación de sus carnes", y hasta "ingestión de sus carnes". Claro, de las carnes de la res hurtada y sacrificada previamente.
Pero a esa hora nadie piensa en eso. Cuando uno va por el barrio y Fabricio Ojeda lo llama, y lo lleva a un rincón, y le muestra con todo el misterio del mundo el contenido de su mochila (que no es precisamente el arma con la cual se eliminará al jefe de la guardia nazi); uno dice que sí, que vamos pa mi casa ahora mismo a buscar el baro, y esa noche jama como los dioses, o como los ministros y jefes de estado, que son su encarnación en la tierra, y es feliz.
Bien se notaba que la temporada en el hospital, pródiga en todo tipo de pastillas, más el tratamiento que debía seguir en casa, me habían sacado de circulación por completo. Estaba lento, no lograba asociar la jerigonza de mi socio con el hecho en sí, hasta que Fabricio me haló por el brazo y me llevó a un rincón, y allí mismo, con más misterio que si fuera a poner una bomba en la puerta de las oficinas de la Gestapo, abrió un poquito el mochión y me dejó ver el contenido. Mata aquí asere, me dijo, y casi me hace meter la cabeza por la boca de la mochila para que pudiera ver. Era cierto, allí estaba, jugosa, calentica y aun chorreando sangre, la carne prohibida.
De repente desperté. El efecto de las pastillas se me pasó al instante, a la vista del ansiado manjar.
Si los médicos supieran, se me ocurrió decir, tremenda mierda son estas pastillas.
¿Qué tú dices, asere?, me dijo Fabricio. ¿Por fin te la llevas o no te la llevas?
To be or not to be, como decía el viejo Shaques, esa era la cuestión. Al llevarla incurría en uno de esos extraños delitos con nombre rimbombante pero que acarreaban una pila de años a la sombra. "Transportación de sus carnes", "receptación de sus carnes", y hasta "ingestión de sus carnes". Claro, de las carnes de la res hurtada y sacrificada previamente.
Pero a esa hora nadie piensa en eso. Cuando uno va por el barrio y Fabricio Ojeda lo llama, y lo lleva a un rincón, y le muestra con todo el misterio del mundo el contenido de su mochila (que no es precisamente el arma con la cual se eliminará al jefe de la guardia nazi); uno dice que sí, que vamos pa mi casa ahora mismo a buscar el baro, y esa noche jama como los dioses, o como los ministros y jefes de estado, que son su encarnación en la tierra, y es feliz.